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SOBRE LA METAMORFOSIS II: IMPLACABLE KAFKA

Para Kafka, la literatura será ese “refugio interior” del individuo, el lugar donde busca su identidad dentro del colectivo, en este caso, la familia, pero también, por extensión metafórica, la sociedad o el estado; una colectividad que se edifica sobre la eliminación de diferencias y la igualación despersonalizadora y represiva. El primer nivel de esta lucha, y el más inmediato, es el familiar, centrado en la figura del padre: “si quería escapar de ti, tenía que hacerlo también de la familia, incluida mi madre” (y aquí se apuntan lecturas psicoanalíticas). Voluntad y autoridad luchan por desembarazarse una de otra, romper esa falsa relación que sólo se sostiene por un resignado equilibrio impuesto desde fuera: “era un elemental deber de familia sobreponerse a la repugnancia y resignarse”. El rechazo es recíproco: “la tortura tiene para mí una gran importancia y sólo me preocupo de sufrirla o de infringirla” (Cartas a Milena). Como Lautréamont, desea Kafka sembrar el desorden en la familia: “no sólo perdí el sentido de la familia […] era absolutamente negativo, consistente en la íntima separación de ti” (CP). No hay solución posible: “La causa de la imposibilidad inmediata de lograr un equilibrio justo […] dentro de este animal familiar radica en la falta de equivalencia que existe entre sus partes constitutivas, es decir, en la enorme supremacía del poder de los padres frente a los hijos” (de una Carta sobre la educación de los niños).

La transformación/metamorfosis de Samsa es, pues, una provocación deliberada. No obstante, la familia reacciona y se impone: el territorio del individuo –la habitación de Gregor- es invadido por las fuerzas desimbolizadoras (le retiran los muebles  efectos personales, se convierte en un trastero lleno de suciedad; Samsa se aferra al retrato de una mujer que cuelga de la pared…). La estrategia de Kafka es coupar esas pequeñas zonas que el padre deja libres –extendido transversalmente sobre un mapamundi (CP)- y tratar de unificarlas (Jordi Llovet: no hay insularidad, sino transversalidad y, como conseciuencia, universalidad). Fracasados los intentos de liberación por la religión (CP: “tampoco el judaísmo pudo salvarme de ti”) o por el matrimonio (CP: “En realidad, los proyectos matrimoniales fueron el intento más grandioso y esperanzado de salvación, aunque luego, evidentemente, no fue menos grandioso el fracaso final”), el intento de realizar la sutura del cuerpo fragmentado lo llevará a cabo la literatura, transformada en campo de batalla: “con tu aversión atacaste de un modo más acertado mi actividad de escribir […] En dicha actividad había conquistado de hecho cierta independencia respecto a ti, aunque esa independencia recordaba un poco a la del gusano” (CP).

Oponiendo la Poesía a la Prosa hubiera salido derrotado. Pero Kafka instala su obra en la mayor sencillez, en la claridad absoluta, con una prosa casi de informe jurídico o de acta notarial: ¡qué absolutamente terribles resultan la lógica, tranquilidad y humanidad de los razonamientos y sentimientos de ese ser aparentemente monstruoso!, ¡qué inerme la prosa cuando se la ataca desde dentro, usando el Símbolo, pero también la Ironía y el Humor!

“Con mi actividad literaria y todo lo que ésta lleva consigo he efectuado pequeñas tentativas der independizarme, de evadirme, con un  éxito casi nulo” (CP). En este “casi” reside la salvación.

El final de La metamorfosis es otro guiño irónico: la hermana, Grete, también se ha transformado, es ya una mujer hermosa en edad de casarse, es decir, independizarse de los padres legítimamente (con su beneplácito o con su manipulación) y formar su propia familia. Este círculo cerrado era, paradójicamente, una de las aspiraciones vitales de Kafka: lo que le separaría del padre pero, a la vez, le pondría a su mismo nivel, esa altura tan odiada: Pero Kafka tuvo que elegir entre Vida y Literatura y optó por su literatura, esa literatura “sin propósito estético alguno, y menos literario” (Hermann Broch) de la que hizo su vida.

No cuenta el triunfo ni la derrota, al fin y al cabo precisa de ambos momentos (CP: “Si se evade, no puede efectuar dicha transformación, y si la efectúa, no puede evadirse”), sino la necesidad implacable de la lucha. El resultado final puede ser la muerte del individuo-hijo-insecto-artista-escritor (piénsese también en el relato La condena), pero el texto, como el ejemplar de La metamorfosis que Franz dejaba en la mesita de noche de Hermann Kafka, queramos o no, nos acecha con su desgarrada y excesiva realidad.

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SOBRE LA METAMORFOSIS I: KAFKA IMPECABLE

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SOBRE LA METAMORFOSIS DE FRANZ KAFKA (PRIMERA PARTE)

“Mis escritos trataban de ti; en ellos exponía las quejas que no podía formularte directamente, reclinándome en tu pecho. Era una despedida de ti, intencionadamente dilatada.”

CARTA AL PADRE

De todas las alienaciones que sufrió Franz Kafka (judío de lengua alemana entre cristianos checos, burgués anarquizante entre proletarios socialistas…) es sin duda la alienación familiar la que provoca su inestabilidad emocional y condiciona en mayor medida el carácter de su obra. Escritura y realidad íntimamente unidas: la literatura –refugio y salvación– sustituye a la vida en un esfuerzo por superar la impotencia o extrañamiento del artista: “me sentía a salvo escribiendo, podía respirar” (Carta al padre). Purgación, intento de liberación y de reconciliación.

El inicio de La metamorfosis nos advierte: “No soñaba, no”. Creo, pues, que es un camino válido –uno entre muchos- leerlo como un texto decididamente realista y autobiográfico, con la ayuda de la Carta al padre, una autointerpretación más que una confesión.

En su Diario escribe: “Vivo en el seno de mi familia, en medio de las personas mejores y más amables, sintiéndome más extranjero que un extranjero”. Punto de partida de esa metamorfosis o de una transformación más humilde (como quiere Jordi Llovet), de ir por casa, transformación pasajera para el afectado, trágica metamorfosis para la familia. Ese “monstruoso insecto” llamado Gregor Samsa (otra pista más: Samsa oculta un anagrama de Kafka) pertenece a la galería de los seres repugnantes con los que gustaba compararse el autor (por ejemplo, en las Cartas a Milena: “no soy más que un pobre ratón en un rincón de una casa grande” o “el heroísmo de quedarse a pesar de todo se parece al de las cucarachas que nada consigue expulsar de los cuartos de baño”).

Esta misma transformación se puede seguir en la Carta al padre (CP) y en otros textos autobiográficos, con la misma evolución:

1)      Cambios físicos: “mi propio cuerpo se volvió para mí inseguro; crecía, me volvía larguirucho, pero no sabía qué hacer con mi estatura, la carga era demasiado pesada, la espalda se encorvaba.” (CP)

2)      La reclusión en un espacio: “siempre me he ocultado de i ten mi habitación. (CP)

3)      Pérdida del habla (“Es una voz de animal”): “la imposibilidad de una relación serena tuvo otra consecuencia, por otra parte muy natural: perdí la facultad de hablar.” (CP)

4)      Manifestación de la inquietud (“Y, presa de remordimientos e inquietudes, comenzó a trepar por todas las paredes”): “Mi cuerpo tiene miedo y […] se sube por la pared, trepando lentamente” (Cartas a Milena).

5)      Otros procesos psíquicos: necesidad de estímulo, sensación de culpabilidad y mendicidad, miedo a los demás y pérdida de la confianza en sí mismo (CP) culminan en la convicción “de que tenía que desaparecer”.

6)      Algunos episodios concretos literaturizados: “También me horrorizabas cuando corrías profiriendo gritos alrededor de la mesa, persiguiendo a uno de nosotros […] y parecía como si la madre, finalmente, lo salvase. Y al niño le parecía que, una vez más, había conservado la vida por tu misericordia” (CP). Claramente este episodio biográfico se transforma en La metamorfosis en la persecución y el lanzamiento de manzanas por parte del padre que concluye con este impresionante pasaje: “Y Gregorio, con la vista ya nublada, sintió por último cómo su madre, con las manos cruzadas en la nuca del padre, le suplicaba que perdonase la vida al hijo”.

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HONORÉ DE BALZAC: EUGÉNIE GRANDET

 

Al inicio de la novela, «Fisonomías burguesas», el narrador, siguiendo las técnicas de la novela realista,  realiza una completa presentación de los personajes, la época y el ambiente en que se mueven. Balzac emplea una minuciosa descripción en gradación descendente (de lo general a lo particular), de Saumur y la casa de los Grandet a la familia protagonista y sus amistades (los Cruchot y los Grassins). En este caso, se centra en un completísimo retrato de Félix Grandet, que incluye un extenso flashback o analepsis (con diversas calas desde 1789 hasta 1819, el día del cumpleaños de Eugenia, que es el punto de partida de la acción) para ponernos en conocimiento de los orígenes de la riqueza y el caràcter del “tío Grandet”, siempre vinculados a las diversas vicisitudes de la historia de Francia (la Revolución, la República, el Consulado, Napoleón y el Imperio…) y con las peculiaridades de la vida de provincias (recordemos que “Eugenia Grandet” formaba parte del primer volumen de las “Escenas de la vida de provincias”) dentro del proyecto de La Comedia Humana.

Grandet es un tonelero/vinatero de escasa cultura e instrucción (“era en 1789 un maestro tonelero bien situado, que sabía leer, escribir y contar”) pero dotado de una gran astucia y un instinto infalible para los negocios que ha aplicado a su único objetivo: prosperar y enriquecerse gradualmente. Balzac lo retrata, con irónica maestría (“El señor Grandet dejó los honores municipales sin ningún pesar. En interés de la ciudad había mandado hacer excelentes caminos que conducían a sus propiedades…”), como un arribista en política, un oportunista amoral, un especulador y un negociante sin escrúpulos, que ha aprovechado (y creado) todas las ocasiones que le ha brindado la vida (incluidas una buena boda y unas inesperadas herencias) para enriquecerse y convertirse en el hombre más destacado de Saumur y uno de los más ricos de toda Francia.

El problema más grave de esta desmesurada ambición económica de Grandet es que va acompañada de un terrible rasgo de carácter absolutamente dominante que en ocasiones se convierte en hiperbólico y caricaturesco, y que también será el desencadenante de gran parte de los conflictos posteriores e influirá poderosamente en el desenlace de la novela. Nos estamos refiriendo a su avaricia. La avaricia, ya convertida en característica definidora del personaje (el narrador se referirà a él a menudo simplemente como “el avaro”), condiciona también su vida familiar. El viejo Grandet en su intimidad está rodeado de tres mujeres (La Señora Grandet, su hija, que da nombre a la novela, y la criada Nanón, su perro fiel) que están sometidas de distintas formas a su tiranía, en un microcosmos enrarecido, asfixiante y monótono que sólo se romperá con la llegada del primo Charles, el dandy de París, trágicamente arruinado y  huérfano, y con el giro de la trama hacia la temática amorosa, que, después de un primer amor romántico, transformará a Eugenia en una Penélope multimillonaria que acabará casándose sin amor y enviudando en un plisplás para dedicarse a la caridad cristiana.

Balzac, mediante las reflexiones autoriales del narrador, intenta trascender la avaricia de Grandet y convertirla en un síntoma de una enfermedad social: el materialismo decimonónico que destroza y aniquila los delicados impulsos espirituales o sueños idealistas. El narrador llegará a afirmar que nuestra civilización estará perdida cuando esta nueva mentalidad capitalista, el culto al nuevo dios Don Dinero, se transmita de la burguesía, ahora clase dominante, al pueblo, y lo inunde todo superando el freno moral de tantos siglos de cristianismo. Así, Grandet, más que un individuo, o un pesonaje tipo (el avaro, como Harpagon de Molière o Mr. Scrooge de Dickens) vendría a representar el triunfo de esta nueva mentalidad que tiene su reflejo en una sociedad con distintos criterios (no sólo económicos, sino también históricos, políticos, morales… y no sólo en la gran capital, sino también en las pequeñas y melancólicas ciudades de provincias). Como escribe Charles en su última carta: “el momento de las ilusiones ya ha pasado”, y corrobora hacia el final de la novela el narrador: “El dinero debía transferir sus tonos fríos a aquella vida celeste, e infundir desconfianza en los sentimientos a una mujer que era todo sentimiento”. Así, pues, todo ello afecta a las emociones y pensamientos más íntimas, a las vidas particulares, a la “intrahistoria” que Balzac trató de mostrar en cada una de las piezas de este ambicioso puzzle que es la Comedia Humana.

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INVITACIÓN / INCITACIÓN A JULIO CORTÁZAR (1914-1984)

CARTA A UNA SEÑORITA EN PARÍS

Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano.

Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.

CASA TOMADA

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

REUNIÓN CON UN CÍRCULO ROJO

Usted, como pasa tantas veces, no hubiera podido precisar el momento en que creyó entender; también en el ajedrez y en el amor hay esos instantes en que la niebla se triza y es entonces que se cumplen las jugadas o los actos que un segundo antes hubieran sido inconcebibles. Sin siquiera una idea articulable olió el peligro.

AXOLOLT

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.

CIRCE

Delia estaba contenta del resultado, dijo a Mario que su descripción del sabor se acercaba a lo que había esperado. Todavía faltaban ensayos, había cosas sutiles por equilibrar. Los Mañara le dijeron a Mario que Delia no había vuelto a sentarse al piano, que se pasaba las horas preparando los licores, los bombones. No lo decían con reproche, pero tampoco estaban contentos; Mario adivinó que los gastos de Delia los afligían. Entonces pidió a Delia en secreto una lista de las esencias y sustancias necesarias. Ella hizo algo que nunca antes, le pasó los brazos por el cuello y lo besó en la mejilla. Su boca olía despacito a menta. Mario cerró los ojos llevado por la necesidad de sentir el perfume y el sabor desde debajo de los párpados. Y el beso volvió, más duro y quejándose.

LA AUTOPISTA DEL SUR

Al principio la muchacha del Dauphine había insistido en llevar la cuenta del tiempo, aunque al ingeniero del Peugeot 404 le daba ya lo mismo. Cualquiera podía mirar su reloj pero era como si ese tiempo atado a la muñeca derecha o el bip bip de la radio midieran otra cosa, fuera el tiempo de los que no han hecho la estupidez de querer regresar a París por la autopista del sur un domingo de tarde…

LA ISLA A MEDIODÍA

La primera vez que vio la isla, Marini estaba cortésmente inclinado sobre los asientos de la izquierda, ajustando la mesa de plástico antes de instalar la bandeja del almuerzo. La pasajera lo había mirado varias veces mientras él iba y venía con revistas o vasos de whisky; Marini se demoraba ajustando la mesa, preguntándose aburridamente si valdría la pena responder a la mirada insistente de la pasajera, una americana de las muchas, cuando en el óvalo azul de la ventanilla entró el litoral de la isla, la franja dorada de la playa, las colinas que subían hacia la meseta desolada. Corrigiendo la posición defectuosa del vaso de cerveza, Marini sonrió a la pasajera. «Las islas griegas», dijo. «Oh, yes, Greece», repuso la americana con un falso interés.

LA NOCHE BOCA ARRIBA

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. «Natural», dijo él. «Como que me la ligué encima…»

LA SEÑORITA CORA

No entiendo por qué no me dejan pasar la noche en la clínica con el nene, al fin y al cabo soy su madre y el doctor De Luisi nos recomendó personalmente al director. Podrían traer un sofá cama y yo lo acompañaría para que se vaya acostumbrando, entró tan pálido el pobrecito como si fueran a operarlo en seguida, yo creo que es ese olor de las clínicas, su padre también estaba nervioso y no veía la hora de irse, pero yo estaba segura de que me dejarían con el nene. Después de todo tiene apenas quince años y nadie se los daría, siempre pegado a mí aunque ahora con los pantalones largos quiere disimular y hacerse el hombre grande.

LAS MÉNADES

─Ahí tiene, ahí tiene a un hombre que ha conseguido lo que pocos. No sólo ha formado una orquesta sino un público. ¿No es admirable?

─Sí ─dije yo con mi condescendencia habitual.

─A veces pienso que debería dirigir mirando hacia la sala, porque también nosotros somos un poco sus músicos.

─No me incluya, por favor ─dije─. En materia de música tengo una triste confusión mental. Este programa, por ejemplo, me parece horrendo. Pero sin duda me equivoco.

LEJANA

30 de enero

Pobre Luis María, qué idiota casarse conmigo. No sabe lo que se echa encima. O debajo, como dice Nora que posa de emancipada intelectual.

PÁGINA ASESINA

En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.

RAYUELA (CAPÍTULO 68)

Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balpamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.

LOS REYES

TESEO


Vine a eso. A matarte y callar. Sólo mientras Ariana esté en peligro. Apenas la alce a mi nave, todo yo seré voz gritando tu muerte, para que el aire caiga como una plaga en la cara de Minos.

MINOTAURO


Iré delante de ti, trepado en el viento.

TESEO


No serás más que un recuerdo que morirá con el caer del primer sol.

MINOTAURO


Llegaré a Ariana antes que tú. Estaré entre ella y tu deseo. Alzado como una luna roja iré en la proa de tu nave. Te aclamarán los hombres del puerto. Yo bajaré a habitar los sueños de sus noches, de sus hijos, del tiempo inevitable de la estirpe. Desde allí cornearé tu trono, el cetro inseguro de tu raza… Desde mi libertad final y ubicua, mi laberinto diminuto y terrible en cada corazón de hombre.

EL SENTIMIENTO DE LO FANTÁSTICO

Ya no sé quién dijo, una vez, hablando de la posible definición de la poesía, que la poesía es eso que se queda afuera, cuando hemos terminado de definir la poesía. Creo que esa misma definición podría aplicarse a lo fantástico, de modo que, en vez de buscar una definición preceptiva de lo que es lo fantástico, en la literatura o fuera de ella, yo pienso que es mejor que cada uno de ustedes, como lo hago yo mismo, consulte su propio mundo interior, sus propias vivencias, y se plantee personalmente el problema de esas situaciones, de esas irrupciones, de esas llamadas coincidencias en que de golpe nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad tienen la impresión de que las leyes, a que obedecemos habitualmente, no se cumplen del todo o se están cumpliendo de una manera parcial, o están dando su lugar a una excepción.

Ese sentimiento de lo fantástico, como me gusta llamarle, porque creo que es sobre todo un sentimiento e incluso un poco visceral, ese sentimiento me acompaña a mí desde el comienzo de mi vida, desde muy pequeño, antes, mucho antes de comenzar a escribir, me negué a aceptar la realidad tal como pretendían imponérmela y explicármela mis padres y mis maestros. Yo vi siempre el mundo de una manera distinta, sentí siempre, que entre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay intersticios por los cuales, para mí al menos, pasaba, se colaba, un elemento, que no podía explicarse con leyes, que no podía explicarse con lógica, que no podía explicarse con la inteligencia razonante.

SOBRE EL CUENTO

Basta preguntarse por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, hay solamente un buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de significación, de intensidad y de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la estructura misma del cuento.

LAURENCE STERNE: TRISTRAM SHANDY 3

¿No es maravilloso encontrarse con un libro en el que todo es posible? Por ejemplo, encontrarte esto (y es uno de los muchos ejemplos que podríamos aducir) y no saber qué pensar:

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Este «agujero blanco» se halla en la página 99 (inicio del capítulo 18 del volumen II) de la edición que leí… Es imposible asegurar si se trata de un error de imprenta o de una broma del autor, así como cualquier otra posibilidad que pueda ocurrírsenos.

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MAPA DE TRISTRAM SHANDY CON ALGUNAS PECULIARIDADES DESTACABLES (ADEMÁS DE LAS INNUMERABLES DIGRESIONES QUE ROMPEN LA LÍNEA NARRATIVA CONVENCIONAL)

1. Primera publicación (diciembre de 1759) con los volúmenes I (25 capítulos, 1 página completamente negra) y II (19 capítulos, uno de los cuales tiene la extensión de 3 líneas).

2. Segunda publicación (enero de 1761) con los vols. III (42 caps., prefacio tras el cap- 20 y 1 pág. blanca y 2 negras) y IV (incluye un cuento y 32 caps., falta el cap. 24).

3. Tercera publicación (diciembre de 1761) con los vols. V (43 caps. e incluye la famosísima «Tristapaedia», o enciclopedia con todos los saberes que el padre de Tristram Shandy considera adecuados para su hijo) y VI (con 40 caps., de nuevo la sorpresa de un capítulo de 2 líneas y 2 páginas en blanco, esta vez para que el lector dibuje una mujer hermosa, tan parecida a vuestra amante y tan distinta de vuestra esposa, y un capítulo, el 40, dibuja las líneas narrativas de sus cinco primeros volúmenes y promete, si se enmienda, llegar a la perfección y describir una línea como ésta:

_________________________________________________________________________________________________________________________________________).

Aquí podéis echar un vistazo al maravilloso capítulo 4o:

http://www1.gifu-u.ac.jp/~masaru/TS/vi.140-155.html#ch.40

4. Cuarta entrega (enero de 1765), que incluye los vols. VII (de 43 caps, en mi edición hay 2 caps. XV, pero ya no sé qué decir) y VIII (35 caps., de nuevo uno de 2 líneas).

5- Quinta y última entrega (enero de 1767, hubiesen seguido infinitas entregas pero el autor murió el año siguiente), con el volumen IX (33 caps., se supera Sterene con un capítulo de 1 línea de extensión, y 2 caps. en blanco, 18 y 19, que luego se retoman entre los caps. 25 y 26).

«Dejen contar a las gentes las historias a su manera».

El texto en el Proyecto Gutenberg:

http://www.gutenberg.org/files/1079/1079-h/shndy10/main.html

Libro completo en SparkNotes:

http://pd.sparknotes.com/lit/tristram/

VER TAMBIÉN:

https://vmontoli.wordpress.com/2013/03/26/laurence-sterne-tristram-shandy-2/

https://vmontoli.wordpress.com/2013/03/02/laurence-sterne-vida-y-opiniones-del-caballero-tristram-shandy-1/

THE PICKWICK PAPERS

Así empieza la versión de la novela de Dickens en dibujos animados realizada en el año 1985. Podéis ver el resto en youtube.

LAURENCE STERNE: TRISTRAM SHANDY 2

TRISTRAM SHANDY 2: GUÍA DE PERSONAJES

TRISTRAM SHANDY: Es el narrador y el protagonista, autor de The Life and Opinions of Tristram Shandy y el chico cuya concepción, nacimiento, bautizo y circuncisión ocupa la mayor parte de la narración. Un adulto Tristram relata algunos aspectos de su historia familiar, especialmente muchos hechos que tuvieron lugar antes de su nacimiento (de hecho no nace hasta el tercer volumen, después de más de 100 páginas de apretada letra). Sus opiniones aparecen continuamente en forma de constantes digresiones, sin embargo, sólo apareces detalles de la vida del autor y se puede considerar al pequeño Tristram  un personaje secundario.

WALTER SHANDY: Es el padre de Tristram, de mente abstrusa y filosófica y continuamente envuelto en complicadas argumentaciones, quiméricas hipótesis y absurdos razonamientos pseudocientíficos.

ELIZABETH SHANDY: La señora Shandy insiste en que la atienda una comadrona, en lugar del Dr. Slop, en el parto de Tristram, por resentimiento hacia su marido que no quiere que su hijo nazca en Londres (por medio hay un complejo contrato matrimonial con pactos al respecto).

CAPITÁN TOBY SHANDY o TÍO TOBY: Tío de Tristram y hermano de Walter. Tras recibir una herida de guerra en parte muy delicada, se retira y se dedica obsesivamente al estudio de la historia y la ciencia militar. De hecho, su quijotismo le lleva a recrear una fortificación en el jardín de su casa. Su temperamento es amable y sentimental; según Tristram, no haría daño ni a una mosca.

CAPORAL TRIM: Su nombre auténtico es James Butler, pero recibió el apodo de “Trim” cuando era militar. Se retiró junto al tío Toby y le hace de sirviente (es su particular Sancho Panza) y le ayuda en su manía de recrear fortificaciones. Su ocupación favorita es dar consejos, para lo cual se vale de elocuentes discursos.

DR. SLOP: El doctor local que, a petición de Walter, actúa como reserva en el parto de Tristram, esperando en la cocina por si fuera necesario. El doctor Slop ha escrito un libro sobre los partos (desdeñando a las comadronas), está interesado en el instrumental quirúrgico y los avances científicos y presume de haber inventado unos fórceps, a la postre responsables de la nariz chata de Tristram.

YORICK: El párroco del pueblo y amigo de la familia Shandy, de nombre coincidente con el bufón de Hamlet de famosa calavera. Es alegre y conversador, ingenioso e incomprendido, detesta la seriedad, las pretensiones y muchas convenciones sociales. Ha sido considerado por la crítica como el alter ego de Laurence Sterne.

SUSANNAH: Doncella de la señora Shandy. Presente en el nacimiento de Tristram, cómplice en su especial bautizo y en parte responsable de la accidental circuncisión del protagonista.

OBADIAH: Sirviente de Walter Shandy.

BOBBY SHANDY: El hermano mayor de Tristram, lo enviaron a estudiar a Londres donde murió.

LA VIUDA WADMAN: Una vecina pretendida con honestos propósitos por el tío Toby.

BRIDGET: Sirvienta de la viuda Wadman y cortejada paralelamente por Trim, aunque cuando el tío Toby renuncia a la viuda, ellos continúan sus relaciones.

LA COMADRONA: Es la encargada de asistir en el parto a la señora Shandy.

EUGENIUS: Amigo y consejero del párroco Yorick. Su nombre significa “bien nacido” y es a menudo la voz de la discreción.

DIDIUS: Leguleyo pedante que concede la licencia a la comadrona.

KYSARCIUS, PHUTATOTIUS, TRIPTOLEMUS y GASTRIPHERES: Junto con Didius, son los intelectuales locales, a los cuales Walter, Toby y Yporick consultan sobre la posibilidad de cambiarle el nombre a Tristram.

EL CURA TRISTRAM: De nombre coincidente con el protagonista, es el clérigo local que se equivoca al registrar el nombre de nuestro protagonista cuando Susanaah no acierta a pronunciar correctamente “Trismegistus”.

LA TÍA DINAH: Según Tristram, su tía es la única mujer de la familia con carácter. Causó un escándalo familiar al casarse con un cochero y tener posteriormente un hijo.

TENIENTE LE FEVER: El objeto preferido de la caridad del tío Toby y el cabo Trim. Le Fever muere dejando un niño huérfano.

BILLY LE FEVER: Hijo del teniente Le Fever. El tío Toby le hace de segundo padre, supervisa su educación y lo recomienda como tutor de Tristram.

VER TAMBIÉN:

https://vmontoli.wordpress.com/2013/07/08/laurence-sterne-tristram-shandy-3/

https://vmontoli.wordpress.com/2013/03/02/laurence-sterne-vida-y-opiniones-del-caballero-tristram-shandy-1/

LAURENCE STERNE: VIDA Y OPINIONES DEL CABALLERO TRISTRAM SHANDY 1

La literatura inglesa del siglo XVIII permitió -con evidente perplejidad combinada con la necesaria curiosidad del público lector- el surgimiento de esta obra maestra de la digresión narrativa, a rebufo del Quijote  y a la expectativa del nacimiento del Pickwick de Dickens. Tiene razón Doireann MacDermott al indicar que en esa época el género novelístico era algo indefinido e inestable (no había ocurrido aún al realismo decimonónico) y la oportunidad de hacer algo inverosímil existía y esa fue la broma del clérigo anglicano Sterne. Consideremos que en la primera mitad del siglo las principales obras de ficción eran Moll Flanders y Robinson Crusoe de Defoe, los Viajes de Gulliver de Swift, el Tom Jones de Fielding o las novelas sentimentales de Fielding. O que el universo literario (donde Cervantes era el rey) flotaban libremente Montaigne, Rabelais, Robert Burton y Locke, entre otros.

El Tristram Shandy resulta también extremadamente innovadora en su aspecto formal: incluye todo tipo de materiales dispersos (contratos matrimoniales, discusiones filosóficas, polémicas religiosas, ensayos y homenajes literarios, autobiografía… y esto sólo en el primer volumen), se dirige frecuentemente al lector/a con el que dialoga y al que hace participar activamente en la obra, no respeta las convenciones literarias en muchos aspectos, desordena los elementos sin respetar la coherencia (como el orden y la extensión de los capítulos, la fluctuación en el protagonista, que en todo el primer volumen, 25 capítulos, todavía no ha nacido, la extraña colocación de la dedicatoria que, por cierto, está a la venta por 50 guineas, páginas en blanco o en negro, uso de signos gráficos, asteriscos y esquemas, etc.) y todo sazonado con el buen humor, la ironía y el ingenio (wit) correspondientes. Es, pues, un relato avanzado a su época, más de la posmodernidad del siglo XXI o  de las vanguardias de principios del XX que de su época.

Los nueve volúmenes de este lunático libro se publicaron entre 1759 y 1767, un año antes de su muerte, y están llenos de digresiones, excursos y vericuetos, las «paradas imprevistas», como dice él y sobre las que tan a menudo teoriza, según nos advierte desde el título («Vida y opiniones»), seguirán el ritmo siguiente: «escribiendo y publicando dos volúmenes de mi vida al año; -lo cual, si se me permite ir lentamente, y consigo llegar a un acuerdo con mi librero, seguiré haciendo mientras viva».

La obra se abre con una cita de Epicteto: «Lo que turba a los hombres no son las cosas en sí, sino las opiniones sobre las cosas» y su primera frase es, como tantas, memorable:

«Me hubiera gustado que mi padre o mi madre, o mejor ambos, ya que los dos estaban al igual empeñados e involucrados en ello, se hubieran preocupado de lo que hacían cuando me engendraron…».

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VER TAMBIÉN:

https://vmontoli.wordpress.com/2013/07/08/laurence-sterne-tristram-shandy-3/

https://vmontoli.wordpress.com/2013/03/26/laurence-sterne-tristram-shandy-2/

ALICIA A TRAVÉS DEL ESPEJO: HUMPTY DUMPTY

HUMPTY DUMPTY

in embargo, lo único que le ocurrió al huevo es que se iba haciendo cada vez mayor y más y más humano: cuando Alicia llegó a unos metros de donde estaba pudo observar que tenía ojos, nariz y boca; y cuando se hubo acercado del todo vio claramente que se trataba nada menos que del mismo Humpty Dumpty. –¡No puede ser nadie más que él! –pensó Alicia. –¡Estoy tan segura como si llevara el nombre escrito por toda la cara!

Tan enorme era aquella cara, que con facilidad habría podido llevar su nombre escrito sobre ella un centenar de veces. Humpty Dumpty estaba sentado con las piernas cruzadas, como si fuera un turco, en lo alto de una pared… pero era tan estrecha que Alicia se asombró de que pudiese mantener el equilibrio sobre ella… y como los ojos los tenía fijos, mirando en la dirección contraria a Alicia, y como todo él estaba ahí sin hacerle el menor caso, pensó que, después de todo, no podía ser más que un pelele.

–¡Es la mismísima imagen de un huevo; –dijo Alicia en voz alta, de pie delante de él y con los brazos preparados para cogerlo en el aire, tan segura estaba de que se iba a caer de un momento a otro.

–¡No te fastidia…! –dijo Humpty Dumpty después de un largo silencio y cuidando de mirar hacia otro lado mientras hablaba; –¡qué lo llamen a uno un huevo…!, ¡es el colmo!

–Sólo dije, señor mío, que usted se parece a un huevo –explicó Alicia muy amablemente– y ya sabe usted que hay huevos que son muy bonitos –añadió esperando que la inconveniencia que habia dicho pudiera pasar incluso por un cumplido.

–¡Hay gente– sentenció Humpty Dumpty mirando hacia otro lado, como de costumbre –que no tiene más sentido que una criatura!

Alicia no supo qué contestar a ésto: no se parecía en absoluto a una conversación, pensó, pues no le estaba diciendo nada a ella; de hecho, este último comentario iba evidentemente dirigido a un árbol… así que quedándose donde estaba, recitó suavemente para sí:
Tronaba Humpty Dumpty
desde su alto muro;
mas cayóse un día,
¡y sufrió un gran apuro!
Todos los caballos del Rey,
todos los hombres del Rey,
¡ya nunca más pudieron
a Humpty Dumpty sobre su alto muro
tronando ponerle otra ver!

–Esa última estrofa es demasiado larga para la rima –añadió, casi en voz alta, olvidándose de que Humpty Dumpty podía oírla.

–No te quedes ahi charloteando contigo misma –recriminó Humpty Dumpty, mirándola por primera vez– dime más bien tu nombre y profesión.

–Mi nombre es Alicia, pero…

–¡Vaya nombre más estúpido! –interrumpió Humpty Dumpty con impaciencía. –¿Qué es lo que quiere decir?

–¿Es que acaso un nombre tiene que significar necesariamente algo? –preguntó Alicia, nada convencida.

–¡Pues claro que sí! –replicó Humpty Dumpty soltando una risotada: –El mío significa la forma que tengo… y una forma bien hermosa que se es. Pero con ese nombre que tienes, ¡podrías tener prácticamente cualquier forma!

–¿Por qué está usted sentado aquí fuera tan solo? –dijo Alicia que no quería meterse en discusiones.

–¡Hombre! Pues por que no hay nadie que esté conmigo –exclamó Humpty Dumpty. –¿Te creiste acaso que no iba a saber responder a eso? Pregunta otra cosa.

–¿No cree usted que estaría más seguro aqui abajo, con los pies sobre la tierra? –continuó Alicia, no por inventar otra adivinanza sino simplemente porque estaba de verdad preocupada por la extraña criatura. –¡Ese muro es tan estrecho!

–¡Pero qué adivinanzas tan tremendamente fáciles que me estás proponiendo! –gruñó Humpty Dumpty.

–¡Pues claro que no lo creo! Has de saber que si alguna vez me llegara a caer… lo que no podría en modo alguno suceder… pero caso de que ocurriese… –y al llegar a este punto frunció la boca en un gesto tan solemne y fatuo que Alicia casi no podía contener la risa. –Pues suponiendo que yo llegara a caer –continuó– el Rey me ha prometido…, ¡ah! ¡Puedes palidecer si te pasma! ¡a que no esperabas que fuera a decir una cosa así, eh? Pues el Rey me ha prometido…, por su propia boca…, que…, que…

–Que enviará a todos sus caballos y a todos sus hombres –interrumpió Alicia, muy poco oportuna.

–¡Vaya! ¡No me faltaba más que esto! –gritó Humpty Dumpty súbitamente muy enfadado. –¡Has estado escuchando tras las puertas…, escondida detrás de los árboles…, por las chimeneas…, o no lo podrias haber sabido!

–¡Desde luego que no! –protestó Alicia, con suavidad. –Es que está escrito en un libro.

–¡Ah, bueno! Es muy posible que estas cosas estén escritas en algún libro –concedió Humpty Dumpty, ya bastante sosegado. –Eso es lo que se llama una Historia de Inglaterra, más bien. Ahora, ¡mírame bien! Contempla a quien ha hablado con un Rey: yo mismo. Bien pudiera ocurrir que nunca vieras a otro como yo; y para que veas que a pesar de eso no se me ha subido a la cabeza, ¡te permito que me estreches la mano!

Y en efecto, se inclinó hacia adelante (y por poco no se cae del muro al hacerlo) y le ofreció a Alicia su mano, mientras la boca se le ensanchaba en una amplia sonrisa que le recorría la cara de oreja a oreja. Alicia le tomó la mano, pero observándolo todo con mucho cuidado: –Si sonriera un poco más pudiera ocurrir que los lados de la boca acabasen uniéndose por detrás –pensó– y entonces, ¡qué no le sucedería a la cabeza! ¡Mucho me temo que se le desprendería!
–Pues sí señor, todos sus caballos y todos sus hombres –continuó impertérrito Humpty Dumpty –me recogerían en un periquete y me volverían aquí de nuevo, ¡así no más! Pero…, esta conversación está discurriendo con excesiva rapidez: volvamos a lo penúltimo que dijimos.
–Me temo que ya no recuerdo exactamente de qué se trataba –señaló Alicia, muy cortésmente.

–En ese caso, cortemos por lo sano y a empezar de nuevo –zanjó la cuestión Humpty Dumpty– y ahora me toca a mí escoger el tema… (–Habla como si se tratase de un juego– pensó Alicia)… así que he aquí una pregunta para ti: ¿qué edad me dijiste que tenías?

Alicia hizo un pequeno cálculo y contestó: –Siete años y seis meses.

–¡Te equivocaste! –exclamó Humpty Dumpty, muy ufano. –¡Nunca me dijiste nada semejante!

–Pensé que lo que usted quería preguntarme era más bien «¿qué edad tiene?» –explicó Alicia.

–Si hubiera querido decir eso, lo habría dicho, ¡ea! –replicó Humpty Dumpty.

Alicia no quiso ponerse a discutir de nuevo, de forma que no respondió nada.

–Siete años y seis meses… –repetía Humpty Dumpty, cavilando. –Una edad bien incómoda. Si quisieras seguir mi consejo te diría «deja de crecer a los siete»…, pero ya es demasiado tarde.

–Nunca se me ha ocurrido pedir consejos sobre la manera de crecer –respondió Alicia, indignada.

–¿Demasiado orgullosa, eh? –se interesó el otro.

Alicia se sintió aún más ofendida por esta insinuación.

–Quiero decir –replicó– que una no puede evitar el ir haciéndose más vieja.

–Puede que una no pueda –le respondió Humpty Dumpty –pero dos, ya podrán. Con los auxilios necesarios podrías haberte quedado para siempre en los siete años.

–¡Qué hermoso cinturón tiene usted! –observo Alicia súbitamente (pues pensó que ya habían hablado más que suficientemente del tema de la edad; y además, si de verdad iban a turnarse escogiendo temas, ahora le tocaba a ella). –Digo más bien… –se corrigió pensándolo mejor– qué hermosa corbata, eso es lo que quise decir…no, un cinturón, me parece… ¡Ay, mil perdones: no sé lo que estoy diciendo! –añadió muy apurada al ver que a Humpty Dumpty le estaba dando un ataque irremediable de indignación, y empezó a desear que nunca hubiese escogido ese tema. –¡Si solamente supiera –concluyó para sí misma– cual es su cuello y cuál su cintura!

Evidentemente, Humpty Dumpty estaba enfadadísimo, aunque no dijo nada durante un minuto o dos. Pero cuando volvió a abrir la boca fue para lanzar un bronco gruiñido.

–¡Es… el colmo… del fastidio –pudo decir al fin– esto de que la gente no sepa distinguir una corbata de un cinturón!

–Sé que revela una gran ignorancia por mi parte –confesó Alicia con un tono de voz tan humilde que Humpty Dumpty se apiadó.

Es una corbata, niña; y bien bonita que es, como tu bien has dicho. Es un regalo del Rey y de la Reina. ¿Qué te parece eso?

–¿De veras? –dijo Alicia encantada de ver que había escogido después de todo un buen tema.

–Me la dieron –continuó diciendo Humpty Dumpty con mucha prosopopeya, cruzando un pierna sobre la otra y luego ambas manos por encima de una rodilla– me la dieron… como regalo de incumpleaños.

–¿Perdón? –le preguntó Alicia con un aire muy intrigado.

–No estoy ofendido –le aseguró Humpty Dumpty.

–Quiero decir que, ¿qué es un regalo de incumpleaños?

–Pues un regalo que se hace en un día que no es de cumpleanos, naturalmente.

Alicia se quedó considerando la idea un poco, pero al fin dijo: –Prefiero los regalos de cumpleanos.

–¡No sabes lo que estás diciendo! –gritó Humpty Dumpty–. –A ver: ¿cuántos días tiene el año?

–Trescientos sesenta y cinco –respondió Alicia.

–¿Y cuántos días de cumpleaños tienes tú?

–Uno.

–Bueno, pues si le restas uno a esos trescientos sesenta y cinco días, ¿cuántos te quedan?

–Trescientos sesenta y cuatro, naturalmente.

Humpty Dumpty no parecía estar muy convencido de este cálculo. –Me gustaría ver eso por escrito –dijo.

Alicia no pudo menos de sonreir mientras sacaba su cuaderno de notas y escribia en él la operación aritmética en cuestión:
365
-1
—–
364

Humpty Dumpty tomó el cuaderno y lo consideró con atención. –Sí, me parece que está bien… –empezó a decir.

–Pero, ¡si lo está leyendo al revés! –interrumpió Alicia.

–¡Anda! Pues es verdad, ¿quién lo habría dicho? –admitió Humpty Dumpty con jovial ligereza mientras Alicia le daba la vuelta al cuaderno. –Ya decía yo que me parecía que tenía un aspecto algo rarillo. Pero en fin, como estaba diciendo, me parece que está bien hecha la resta… aunque, por supuesto no he tenido tiempo de examinarla debidamente… pero, en todo caso, lo que demuestra es que hay trescientos sesenta y cuatro días para recibir regalos de incumpleaños…

–Desde luego –asintió Alicia.

–¡Y sólo uno para regalos de cumpleaños! Ya ves. ¡Te has cubierto de gloria!

–No sé qué es lo que quiere decir con eso de la «gloria» –observó Alicia.

Humpty Dumpty sonrió despectivamente.

–Pues claro que no…, y no lo sabrás hasta que te lo diga yo. Quiere decir que «ahí te he dado con un argumento que te ha dejado bien aplastada».

–Pero «gloria» no significa «un argumento que deja bien aplastado» –objetó Alicia.

Cuando yo uso una palabra –insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso– quiere decir lo que yo quiero que diga…, ni más ni menos.

–La cuestión –insistió Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

–La cuestión –zanjó Humpty Dumpty– es saber quién es el que manda…, eso es todo.

Alicia se quedó demasiado desconcertada con todo esto para decir nada; de forma que tras un minuto Humpty Dumpty empezó a hablar de nuevo: –Algunas palabras tienen su genio… particularmente los verbos…, son los más creídos…, con los adjetivos se puede hacer lo que se quiera, pero no con los verbos…, sin embargo, ¡yo me las arreglo para tenerselas tiesas a todos ellos! ¡Impenetrabilidad! Eso es lo que yo siempre digo.

–¿Querría decirme, por favor –rogó Alicia– qué es lo que quiere decir eso?

–Ahora sí que estás hablando como una niña sensata –aprobó Humpty Dumpty, muy orondo. –Por «impenetrabilidad» quiero decir que ya basta de hablar de este tema y que más te valdría que me dijeras de una vez qué es lo que vas a hacer ahora pues supongo que no vas a estar ahí parada para el resto de tu vida.

–¡Pues no es poco significado para una sola palabra! –comentó pensativamente Alicia.

Cuando hago que una palabra trabaje tanto como esa explicó Humpty Dumpty– siempre le doy una paga extraordinaria.

–¡Oh! Dijo Alicia. Estaba demasiado desconcertada con todo esto como para hacer otro comentario.

–¡Ah, deberías de verlas cuando vienen a mi alrededor los sábados por la noche! –continuó Humpty Dumpty.

–A por su paga, ya sabes…

(Alicia no se atrevió a preguntarle con qué las pagaba, de forma que menos podría decíroslo yo a vosotros.)

–Parece usted muy ducho en esto de explicar lo que quieren decir las palabras, señor mío –dijo Alicia– así que, ¿querría ser tan amable de explícarme el significado del poema titulado «Galimatazo»?

–A ver, oigámoslo –aceptó Humpty Dumpty– soy capaz de explicar el significado de cuantos poemas se hayan inventado y también el de otros muchos que aún no se han inventado.

Esta declaración parecía ciertamente prometedora, de forma que Alicia recitó la primera estrofa:
Brillaba, brumeando negro, el sol,
agiliscosos giroscaban los limazones
banerrando por las váparas lejanas,
mimosos se fruncían los borogobios
mientras el momio rantas murgiflaba.

–Con eso basta para empezar– interrumpió Humpty Dumpty– que ya tenemos ahí un buen montón de palabras difíciles: eso de que «brumeaba negro el sol» quiere decir que eran ya las cuatro de la tarde…, porque es cuando se encienden las brasas para asar la cena.

–Eso me parece muy bien –aprobó Alicia– pero, ¿y lo de los «agilisco- sos»?

–Bueno, verás: «agiliscosos» quiere decir «ágil y viscoso», ¿comprendes? es como si se tratara de un sobretodo…, son dos significados que envuelven a la misma palabra.

–Ahora lo comprendo –asintió Alicia, pensativamente. –Y, ¿qué son los «limazones»?

-Bueno, los «limazones» son un poco como los tejones…, pero también se parecen un poco a los lagartos…, y también tienen un poco el aspecto de un sacacorchos…

–Han de ser unas criaturas de apariencia muy curiosa.

–Eso sí, desde luego –concedió Humpty Dumpty– también hay que señalar que suelen hacer sus madrigueras bajo los relojes de sol…, y también que se alimentan de queso.

Y, ¿qué es «giroscar» y «banerrar»?

–Pues «giroscar» es dar vueltas y más vueltas, como un giroscopio; y «banerrar» es andar haciendo agujeros como un barreno.

–Y la «vápara», ¿será el césped que siempre hay alrededor de los relojes de sol, supongo? –dijo Alicia, sorprendida de su propio ingenio.

–¡Pues claro que sí! Como sabes, se llama «vápara» porque el césped ese va para adelante en una dirección y va para atrás en la otra.

–Y va para cada lado un buen trecho también –añadió Alicia.

–Exactamente, así es. Bueno, los «borogobios» son una especie de pájaros desaliñados con las plumas erizadas por todas partes…, una especie de estropajo viviente. Y en cuanto a que se «fruncian mimosos», también puede decirse que estaban «fruncimosos», ya ves, otra palabra con sobretodo.

–¿Y el «momio» ese que «murgiflaba rantas»? –preguntó Alicia. –Me parece que le estoy ocasionando muchas molestias con tanta pregunta.

–Bueno, las «rantas» son una especie de cerdo verde; pero respecto a los «momios» no estoy seguro de lo que son: me parece que la palabra viene de «monseñor con insomnio», en fin, un verdadero momio.

–Y entonces, ¿qué quiere decir eso de que «murgiflaban»?

–Bueno, «murgiflar» es algo así como un aullar y un silbar a la vez, con una especie de estornudo en medio; quizás llegues a oír como lo hacen alguna vez en aquella floresta…, y cuando te haya tocado oírlo por fin, te bastará ciertamente con esa vez. ¿Quién te ha estado recitando esas cosas tan dificiles?

–Lo he leído en un libro –explicó Alicia. –Pero también me han recitado otros poemas mucho más fáciles que ese; creo que fue Tweedledee…, si no me equivoco.

–¡Ah! En cuanto a poemas –dijo Humpty Dumpty, extendiendo elocuentemente una de sus grandes manos– yo puedo recitar tan bien como cualquiera, si es que se trata de eso…

–¡Oh, no es necesario que se trate de eso! –se apresuró a atajarle Alicia, con la vana esperanza de impedir que empezara.

–El poema que voy a recitar –continuó sin hacerle el menor caso– fue escrito especialmente para entretenerte.

A Alicia le parecío que en tal caso no tenía más remedio que escuchar; de forma que se sentó y le dio unas «gracias» más bien resignadas.
En invierno,
cuando los campos están blancos,
canto esta canción en tu loor.

–Sólo que no la canto –añadió a modo de explicación.

–Ya veo que no –dijo Alicia.

–Si tu puedes ver si la estoy cantando o no, tienes más vista que la mayor parte de la gente –observó severamente Humpty Dumpty. Alicia se quedó callada.
En primavera,
cuando verdean los bosques,
me esforzaré por decirte lo que pienso

Muchísimas gracias –dijo Alicia.
En verano,
cuando los días son largos
a lo mejor llegues a comprenderla.

En otoño,
cuando las frondas lucen castañas,
tomarás pluma y papel para anotarla.

–Lo haré si aún me acuerdo de la letra después de tanto tiempo –prometió Alicia.

–No es necesario que hagas esos comentarios a cada cosa que digo –recriminó Humpty Dumpty– no tienen ningún sentido y me hacen perder el hilo…
Mandéles a los peces un recado:
«¡Qué lo hicieran ya de una vez!»

Los pequeños pescaditos de la mar
mandáronme una respuesta a la par.

Los pequeños pescaditos me decían:
«No podemos hacerlo, señor nuestro, porque…»

–Me temo que no estoy comprendiendo nada –interrumpió Alicia.

–Se hace más fácil más adelante –aseguró Humpty Dumpty.
Otra vez les mandé decir:
«¡Será mejor que obedezcáis!»

Los pescaditos se sonrieron solapados.
«Vaya genio tienes hoy», me contestaron.

Se lo dije una vez y se lo dije otra vez.
Pero nada, no atendían a ninguna de mis razones.

Tomé una caldera grande y nueva,
que era justo lo que necesitaba.

La llené de agua junto al pozo
y mi corazón latía de gozo.

Entonces, acercándoseme me dijo alguien:
«Ya están los pescaditos en la cama».

Le respondí con voz bien clara:
«¡Pues a despertarlos dicho sea!»
Se lo dije bien fuerte y alto;
fui y se lo grité al oído…

Humpty Dumpty elevó la voz hasta aullar casi y Alicia pensó con un ligero estremecimiento: –¡No habría querido ser ese mensajero por nada del mundo!
Pero, ¡qué tipo más vano y engolado!
Me dijo: «¡No hace falta hablar tan alto!»

¡Si que era necio el badulaque!
«Iré a despertarlos» dijo «siempre que…»
Con un sacacorchos que tomé del estante
fui a despertarlos yo mismo al instante.

Cuando me encontré con la puerta atrancada,
tiré y empujé, a patadas y a puñadas.

Pero al ver que la puerta estaba cerrada
intenté luego probar la aldaba…

A esto siguió una larga pausa.

–¿Eso es todo? –preguntó tímidamente Alicia.

–Eso es todo –dijo Humpty Dumpty. –¡Adiós!

Esto le pareció a Alicia un tanto brusco; pero después de una indirecta tan directa, concluyó que no sería de buena educación quedarse ahí por más tiempo. De forma que se puso en pie y le dio la mano: –¡Adiós y hasta que nos volvamos a ver! –le dijo de la manera más jovial que pudo.

–No creo que te reconozca ya más, ni aunque nos volvieramos a ver –replicó Humpty Dumpty con tono malhumorado, concediéndole un dedo para que se lo estrechara de despedida. –Eres tan exactamente igual a todos los demás…

–Por lo general, se distingue una por la cara –señaló Alicia pensativa.

–De eso es precisamente de lo que me quejo –rezongó Humpty Dumpty. –Tu cara es idéntica a la de los demás…, ahí, un par de ojos… (señalando su lugar en el aire con el pulgar), la nariz, en el medio, la boca debajo. Siempre igual. En cambio, si tuvieras los dos ojos del mísmo lado de la cara, por ejemplo…, o la boca en la frente…, eso sí que sería diferente.

–Eso no quedaría bien –objetó Alicia. Pero Humpty Dumpty sólo cerró los ojos y respondió: –Pruébalo antes de juzgar.

Alicia esperó un minuto para ver si iba a hablar de nuevo; pero como no volviera a abrir los ojos ni le prestara la menor atención, le dijo un nuevo «adiós» y no recibiendo ninguna contestación se marchó de ahí sin decir más; pero no pudo evitar el mascullar mientras se alejaba: –¡De todos los insoportables…! –y repitió esto en voz alta, pues le consolaba mucho poder pronunciar una palabra tan larga –¡de todos los insoportables que he conocido, éste es desde luego el peor! Y… –pero nunca pudo terminar la frase, porque en aquel momento algo que cayó pesadamente al suelo sacudió con su estrépito a todo el bosque.ç

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(Lewis Carroll: A través del espejo y lo que Alicia encontró allí, capítulo 6)

FLAUBERT: MADAME BOVARY

GUSTAVE FLAUBERT: MADAME BOVARY (1856)

Dos fragmentos de la obra maestra del realismo decimonónico, en los que su autor (que está en su obra como Dios en la creación) nos muestra dos momentos de las relaciones de Emma con sus amantes, Rodolfo y León, con la absoluta maestría del prestidigitador que entra y sale de las conciencias, revolotea por el mundo exterior, se avanza a las más modernas técnicas cinematográficas para mostrar la simultaneidad, la soberbia planificación y hasta el montaje, saborea la ironía, el arte de la alusión y la elusión y es capaz de crear un mundo (los comicios agrícolas, la furia de la locomoción…) levantándolo palabra a palabra con la magia del estilo inconfundible de Gustave Flaubert:  Mais oui, Madame Bovary c’est moi!!!

2ª PARTE, CAPÍTULO VIII

La plaza, hasta las casas, estaba llena de gente. Se veían personas asomadas a las ventanas, otras de pie en las puertas, y Justino, delante del escaparate de la farmacia, parecía completamente absorto en la contemplación de lo que miraba. A pesar del silencio, la voz del señor Lieuvain se perdía en el aire. Llegaba por trozos de frases, interrumpidas aquí y allí por el ruido de las sillas entre la muchedumbre; luego se oía de pronto, por detrás, el prolongado mugido de un buey, o bien los balidos de los corderos que se contestaban en la esquina de las calles. En efecto, los vaqueros y los pastores habían llevado allí sus animales que berreaban de vez en cuando, mientras arrancaban con su lengua un trocito de follaje que les colgaba del morro.

Rodolfo se había acercado a Emma, y decía en voz baja y deprisa:

¿Es que no le subleva a usted esta conspiración de la sociedad? ¿Hay algún sentimiento que no condene? Los instintos más nobles, las simpatías más puras son perseguidas, calumniadas, y si, por fin, dos pobres almas se encuentran, todo está organizado para que no puedan unirse. Sin embargo, ellas lo intentarán, moverán las alas, se llamarán. ¡Oh!, no importa, tarde o temprano, dentro de seis meses, diez años, se reunirán, se amarán, porque el destino lo exige y porque han nacido la una para la otra.

Estaba con los brazos cruzados sobre las rodillas y, levantando la cara hacia Emma, la miraba de cerca, fijamente. Ella distinguía en sus ojos unos rayitos de oro que se irradiaban todo alrededor de sus pupilas negras a incluso percibía el perfume de la pomada que le abrillantaba el cabello.

Entonces entró en un estado de languidez, recordó al vizconde que la había invitado a valsear en la Vaubyessard, y cuya barba exhalaba, como los cabellos de Rodolfo, aquel olor a vainilla y a limón; y, maquinalmente, entornó los párpados para respirarlo mejor. Pero en el movimiento que hizo, retrepándose en su silla, vio a lo lejos, al fondo del horizonte, la vieja diligencia, «La Golondrina», que bajaba lentamente la cuesta de los Leux, dejando detrás de ella un largo penacho de polvo. Era en aquel coche amarillo donde León tantas veces había venido hacia ella; y por aquella carretera por donde se había ido para siempre. Creyó verlo de frente, en su ventana; después todo se confundió, pasaron unas nubes; le pareció estar aún bailando un vals, a la luz de las lámparas, en brazos del vizconde, y que León no estaba lejos, que iba a venir… y entretanto seguía sintiendo la cabeza de Rodolfo al lado de ella. La dulzura de esa sensación penetraba así sus deseos de antaño, y como granos de arena bajo ráfaga de viento, se arremolinaban en la bocanada sutil del perfume que se derramaba sobre su alma. Abrió las aletas de la nariz varias veces, fuertemente, para aspirar la frescura de las hiedras alrededor de los capiteles. Se quitó los guantes, se secó las manos, después, con su pañuelo, se abanicaba la cara, mientras que a través del latido de sus sienes oía el rumor de la muchedumbre y la voz del consejero, que salmodiaba sus frases.

Decía:

«¡Continuad!, ¡perseverad!, ¡no escuchéis ni las sugerencias de la rutina ni los consejos demasiado apresurados de un empirismo temerario! ¡Aplicaos sobre todo a la mejora del suelo, a los buenos abonos, al desarrollo de las razas caballar, bovina, ovina y porcina! ¡Que estos comicios sean para vosotros como lides pacíficas en donde el vencedor, al salir de aquí, tenderá la mano al vencido y fraternizará con él, en la esperanza de una victoria mejor! ¡Y vosotros, venerables servidores!, humildes criados, cuyos penosos trabajos ningún gobierno había reconocido hasta hoy, venid a recibir la recompensa de vuestras virtudes silenciosas, y tened la convicción de que el Estado, en lo sucesivo, tiene los ojos puestos en vosotros, que os alienta, que os protege, que hará justicia a vuestras justas reclamaciones y aliviará en cuanto de él dependa la carga de vuestros penosos sacrificios.»

El señor Lieuvain se volvió a sentar; el señor Derozerays se levantó y comenzó otro discurso. El suyo quizás no fue tan florido como el del consejero; pero se destacaba por su estilo más positivo, es decir, por conocimientos más especializados y consideraciones más elevadas. Así, el elogio al gobierno era mucho más corto; por el contrario, hablaba más de la religión y de la agricultura. Se ponía de relieve la relación de una y otra, y cómo habían colaborado siempre a la civilización. Rodolfo hablaba con Madame Bovary de sueños, de presentimientos, de magnetismo. Remontándose al origen de las sociedades, el orador describía aquellos tiempos duros en que los hombres alimentábanse de bellotas en el fondo de los bosques, después abandonaron las pieles de animales, se cubrieron con telas, labraron la tierra, plantaron la viña. ¿Era esto un bien, y no habría en este descubrimiento más inconvenientes que ventajas? El señor Derozerays se planteaba este problema. Del magnetismo, poco a poco, Rodolfo pasó a las afinidades, y mientras que el señor presidente citaba a Cincinato con su arado, a Diocleciano plantando coles, y a los emperadores de la China inaugurando el año con siembras, el joven explicaba a Emma que estas atracciones irresistibles tenían su origen en alguna existencia anterior.

Por ejemplo, nosotros  decía él, ¿por ,qué nos hemos conocido?, ¿qué azar lo ha querido? Es que a través del alejamiento, sin duda, como dos ríos que corren para reunirse, nuestras inclinaciones particulares nos habían empujado el uno hacia el otro.

Y le cogió la mano. Ella no la retiró.

«¡Conjunto de buenos cultivos!»  exclamó el presidente.

Hace poco, por ejemplo, cuando fui a su casa… «Al señor Bizet, de Quincampoix.»

¿Sabía que os acompañaría?

«iSetenta francos!»

Cien veces quise marcharme y la seguí, me quedé.

«Estiércoles.»

¡Cómo me quedaría esta tarde, mañana, los demás días, toda mi vida!

«Al señor Carón, de Argueil medalla de oro.»

Porque nunca he encontrado en el trato con la gente una persona tan encantadora como usted.

«lAl señor Bain, de Givry   Saint Martin!»

Por eso yo guardaré su recuerdo.

«Por un carnero merino…»

Pero usted me olvidará, habré pasado como una sombra.

«¡Al señor Belot, de Notre Dame!…»

¡Oh!, no, verdad, ¿seré alguien en su pensamiento, en su vida?

«¡Raza porcina, premio ex aeguo: a los señores Lehérissé y Cullembourg, sesenta francos!»

Rodolfo le apretaba la mano, y la sentía completamente caliente y temblorosa como una tórtola cautiva que quiere reemprender su vuelo; pero fuera que ella tratase de liberarla, soltarla, o bien que respondiese a aquella presión, hizo un movimiento con los dedos; él exclamó:

¡Oh, graciasl, ¡no me rechaza!, ¡es usted buena!, ¡comprende que soy suyo! ¡Déjeme que la vea, que la contemple!

Una ráfaga de viento que llegó por las ventanas arrugó el paño de la mesa, y en la plaza, abajo, todos los grandes gorros de las campesinas se levantaron como alas de mariposas blancas que se agitan.

«Aprovechamiento de piensos de semillas oleaginosas», continuó el presidente.

Y se daba prisa.

«Abono flamenco, cultivo del lino, drenaje, arrendamiento a largo plazo, servicios de criados.»

Rodolfo no hablaba. Se miraban. Un deseo supremo hacía temblar sus labios secos; y blandamente, sin esfuerzo, sus dedos se entrelazaron.

«¡Catalina   Nicasia   Isabel Leroux, de Sassetot   la   Guerrière, por cincuenta y cuatro años de servicio en la misma granja, medalla de plata   premio de veinticinco francos!»

¿Dónde está, Catalina Leroux?  repitió el consejero.

No se presentaba, y se oían voces que murmuraban.

Vete allí.

No.

¡A la izquierda!

¡No tengas miedo!

¡Ah… qué tonta es!

¿Por fin está?  gritó Tuvache.

iSí… ahí va!

¡Que se acerque, pues!

Entonces vieron adelantarse al estrado a una mujer viejecita, de aspecto tímido, y que parecía encogerse en sus pobres vestidos. Iba calzada con unos grandes zuecos de madera, y llevaba ceñido a las caderas un gran delantal azul. Su cara delgada, rodeada de una toca sin ribete, estaba más llena de arrugas que una manzana reineta pasada, y de las mangas de su blusa roja salían dos largas manos de articulaciones nudosas. El polvo de los graneros, la potasa de las coladas y la grasa de las lanas las habían puesto tan costrosas, tan rozadas y endurecidas que parecían sucias aunque estuviesen lavadas con agua clara; y, a fuerza de haber servido, seguían entreabiertas como para ofrecer por sí mismas el humilde homenaje de tantos sufrimientos pasados. Una especie de rigidez monacal realzaba la expresión de su cara. Ni el menor gesto de tristeza o de ternura suavizaba aquella mirada pálida. En el trato con los animales, había tomado su mutismo y su placidez. Era la primera vez que se veía en medio de tanta gente; y asustada interiormente por las banderas, por los tambores, por los señores de traje negro y por la cruz de honor del consejero, permanecía completamente inmóvil, sin saber si adelantarse o escapar, ni por qué el público la empujaba y por qué los miembros del jurado le sonreían. Así se mantenía, delante de aquellos burgueses eufóricos, aquel medio siglo de servidumbre.

¡Acérquese, venerable Catalina Nicasia  Isabel Leroux!  dijo el señor consejero, que había tomado de las manos del presidente la lista de los galardonados.

Y mirando alternativamente el papel y a la vieja señora, repetía con tono paternal:

¡Acérquese, acérquese!

¿Es usted sorda? dijo Tuvache, saltando en su sillón.

Y empezó a gritarle al oído:

¡Cincuenta y cuatro años de servicio! ¡Una medalla de plata! ¡Veinticinco francos! Es para usted.

Después, cuando tuvo su medalla, la contempló. Entonces una sonrisa de felicidad se extendió por su cara, y se le oyó mascullar al marcharse:

Se la daré al cura del pueblo para que me diga misas.

¡Qué fanatismo! exclamó el farmacéutico, inclinándose hacia el notario.

La sesión había terminado; la gente se dispersó; y ahora que se habían leído los discursos, cada cual volvía a su puesto y todo volvía a la rutina; los amos maltrataban a los criados, y éstos golpeaban a los animales, triunfadores indolentes que se volvían al establo, con una corona verde entre los cuernos.

 

TERCERA PARTE, CAPÍTULO 1

Ya se levantaba y se iban a marchar cuando el guardia se acercó decidido, diciendo:

¿La señora, sin duda, no es de aquí? ¿La señora desea ver las curiosidades de la iglesia?

¡Pues no!  dijo el pasante.

¿Por qué no?  replicó ella.

Pues ella se agarraba con virtud vacilante a la Virgen, a las esculturas, a las tumbas, a todos los pretextos.

Entonces, para seguir un orden, al guardián les llevó hasta la entrada, cerca de la plaza, donde, mostrándoles con su bastón un gran círculo de adoquines negros, sin inscripciones ni cincelados, dijo majestuosamente.

Aquí tienen la circunferencia de la gran campana de Amboise. Pesaba cuarenta mil libras. No había otra igual en toda Europa. El obrero que la fundió murió de gozo…

Vámonos  dijo León.

El buen hombre siguió caminando; después, volviendo a la capilla de la Virgen, extendió los brazos en un gesto sintético de demostración, y más orgulloso que un propietario campesino enseñando sus árboles en espalderas:

Esta sencilla losa cubre a Pedro de Brézé, señor de la Varenne y de Brissae, gran mariscal de Poitou y gobernador de Normandía, muerto en la batalla de Montlhéry el 16 de julio de 1465.

León, mordiéndose los labios, pataleaba.

Y a la derecha, ese gentilhombre cubierto con esa armadura de hierro, montado en un caballo que se encabrita, es su nieto Luis de Brézé, señor de Breval y de Montchauvet, conde de Maulevrer, barón de Mauny, chambelán del rey, caballero de la Orden a igualmente gobernador de Normandía, muerto el 23 de julio de 1531, un domingo, como reza la inscripción; y, por debajo, ese hombre que se dispone a bajar a la tumba, figura exactamente el mismo. ¿Verdad que no es posible ver una más perfecta representación de la nada?

Madame Bovary tomó sus impertinentes. León, inmóvil, la miraba sin intentar siquiera decirle una sola palabra, hacer un solo gesto, tan desilusionado se sentía ante esta doble actitud de charlatanería y de indiferencia.

El inagotable guía continuaba:

Al lado de él, esa mujer arrodillada que llora es su esposa Diana de Poitiers, condesa de Brézé, duquesa de Valentinois, nacida en 1499, muerta en 1566; y a la izquierda, la que lleva un niño en brazos, la Santísima Virgen. Ahora miren a este lado: estos son los sepulcros de los Amboise. Los dos fueron cardenales y arzobispos de Rouen. Aquél era ministro del rey Luis XII. Hizo mucho por la catedral. En su testamento dejó treinta mil escudos de oro para los pobres.

Y sin detenerse, sin dejar de hablar, les llevó a una capilla llena de barandillas: separó algunas y descubrió una especie de bloque, que bien pudiera haber sido una estatua mal hecha.

Antaño decoraba  dijo con una larga lamentación  la tumba de Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra y duque de Normandía. Fueron los calvinistas los que la redujeron a este estado. La habían enterrado con mala intención bajo el trono episcopal de monseñor. Miren, aquí está la puerta por donde monseñor entra a su habitación. Vamos a ver la vidriera de la Gárgola.

Pero León sacó rápidamente una moneda blanca de su bolsillo y cogió a Emma por el brazo. El guardián se quedó estupefacto, no comprendiendo en absoluto esta generosidad intempestiva cuando le quedaban todavía al forastero tantas cosas que ver. Por eso, llamándole de nuevo.

¡Eh, señor! ¡La flecha, la flecha!

Gracias  dijo León.

León huía; porque le parecía que su amor, que desde hacía casi dos horas se había quedado inmóvil en la iglesia como las piedras, iba ahora a evaporarse, como un humo, por aquella especie de tubo truncado, de jaula oblonga, de chimenea calada que se eleva tan grotescamente sobre la catedral como la tentativa extravagante de algún calderero caprichoso.

¿Adónde vamos?  decía ella.

Sin contestar, él seguía caminando con paso rápido, y ya Madame Bovary mojaba su dedo en el agua bendita cuando oyeron detrás de ellos una fuerte respiración jadeante, entrecortada regularmente por el rebote de un bastón. León volvió la vista atrás.

¡Señor!

¿Qué?

Y reconoció al guardián, que llevaba bajo el brazo y manteniendo contra su vientre unos veinte grandes volúmenes en rústica. Eran las obras que trataban de la catedral.

¡Imbécil!  refunfuñó León lanzándose fuera de la iglesia.

En el atrio había un niño jugueteando.

¡Vete a buscarme un coche!

El niño salió disparado por la calle de los Quatre Vents; entonces quedaron solos unos minutos, frente a frente y un poco confusos.

iAh! ¡León!… Verdaderamente…, no sé… si debo…

Ella estaba melindrosa. Después, en un tono serio:

No es nada conveniente, ¿sabe usted?

¿Por qué?  replicó el pasante . ¡Esto se hace en París!

Y estas palabras, como un irresistible argumento, la hicieron decidirse.

Entretanto el coche no acababa de llegar. León temía que ella volviese a entrar en la iglesia. Por fin apareció el coche.

¡Salgan al menos por el pórtico del norte!  les gritó el guardián, que se había quedado en el umbral, y verán la Resurrección, el Juicio Final, el Paraíso, el Rey David y los Réprobos en las llamas del infierno.

¿Adónde va el señor?  preguntó el cochero.

¡Adonde usted quiera!  dijo León metiendo a Emma dentro del coche.

Y la pesada máquina se puso en marcha.

Bajó por la calle Grand Pont, atravesó la Place des Arts, el Quai Napoleón, el Pont Neuf y se paró ante la estatua de Pierre Corneille.

¡Siga!  dijo una voz que salía del interior.

El coche partió de nuevo, y dejándose llevar por la bajada, desde el cruce de La Fayette, entró a galope tendido en la estación del ferrocarril.

¡No, siga recto!  exclamó la misma voz.

El coche salió de las verjas, y pronto, llegando al Paseo, trotó suavemente entre los grandes olmos. El cochero se enjugó la frente, puso su sombrero de cuero entre las piernas y llevó el coche fuera de los paseos laterales, a orilla del agua, cerca del césped.

Siguió caminando a lo largo del río por el camino de sirga pavimentado de guijarros, y durante mucho tiempo, por el lado de Oyssel, más a11á de las islas.

Pero de pronto echó a correr y atravesó sin parar Quatremares, Sotteville, la Grande Chaussée, la rue d’Elbeuf, a hizo su tercera parada ante el jardín des Plantes.

¡Siga caminando!  exclamó la voz con más furia.

Y enseguida, reemprendiendo su carrera, pasó por San Severo, por el Quai des Curandiers, por el Quai Aux Meules, otra vez por el puente, por la Place du Champ de Mars y detrás de los jardines del hospital, donde unos ancianos con levita negra se paseaban al sol a lo largo de una terraza toda verde de hiedra. Volvió a subir el bulevar Cauchoise, después todo el Mont Riboudet hasta la cuesta de Deville.

Volvió atrás; y entonces, sin idea preconcebida ni dirección, al azar, se puso a vagabundear. Lo vieron en Saint Pol, en Lescure, en el monte Gargan, en la Rouge Mare, y en la plaza del Gaillard bois; en la calle Maladrerie, en la calle Dinanderie, delante de Saint Romain, Saint Vivien, Saint Maclou, SaintNicaise, delante de la Aduana, en la Basse Vieille Tour, en los Trois Pipes y en el Cementerio Monumental. De vez en cuando, el cochero desde su pescante echaba unas miradas desesperadas a las tabernas. No comprendía qué furia de locomoción impulsaba a aquellos individuos a no querer pararse. A veces lo intentaba a inmediatamente oía detrás de él exclamaciones de cólera. Entonces fustigaba con más fuerza a sus dos rocines bañados en sudor, pero sin fijarse en los baches, tropezando acá y allá, sin preocuparse de nada, desmoralizado y casi llorando de sed, de cansancio y de tristeza.

Y en el puerto, entre camiones y barricas, y en las calles, en los guardacantones, la gente del pueblo se quedaba pasmada ante aquella cosa tan rara en provincias, un coche con las cortinillas echadas, y que reaparecía así continuamente, más cerrado que un sepulcro y bamboleándose como un navío.

Una vez, en mitad del día, en pleno campo, en el momento que el sol pegaba más fuerte contra las viejas farolas plateadas, una mano desenguantada se deslizó bajo las cortinillas de tela amarilla y arrojó pedacitos de papel que se dispersaron al viento y fueron a caer más lejos, como mariposas blancas, en un campo de trébol rojo todo florido.

Después, hacia las seis, el coche se paró en una callejuela del barrio Beauvoisine y se apeó de él una mujer con el velo bajado que echó a andar sin volver la cabeza.